jueves, 7 de julio de 2011

La vida y la muerte

Ha muerto el zorrito que vimos anoche en la carretera. Me lo he encontrado esta mañana volviendo de Cuenca, atropellado en el mismo lugar en que lo vimos, a quinientos metros de la frontera entre las dos provincias.
Se me ha escapado un enorme ¡Mierda! y en cuanto he podido he parado para ir a verlo.
Era un zorrillo joven, ya con los dientes de adulto, pero sin que le hubieran crecido aún completamente, por lo que le calculo una edad de entre 3 y 5 meses, aunque no tengo tomadas las medidas a otros animales que no sean perros, gatos o humanos.
Ahora que está muerto, extrañamente, lo que pudimos decir o pensar sobre él las últimas personas que lo vimos vivo adquiere la gravedad de lo irrepetible, de lo que sólo pasa una vez en la vida.
Mientras escribo veo por la ventana del salón a dos gorrioncillos en el suelo del corral tocándose con los picos; compartiendo quizá los últimos sabores descubiertos en estos primeros días del verano. Alrededor de ellos otros gorrioncillos vienen y van afanosamente, recuperando del suelo miguitas de alimentos que las gallinas desdeñaron a la hora del rancho cuando ruidosamente se pelean por el pan, la fruta, el maiz o los restos de comida humana que les echamos y que tan generosamente transforman en huevos, abono, carne para estofado, plumas y alegría de vivir.

Todo es irrepetible. Cada segundo de esta vida increíble resulta irrepetible. Imagino el ojo de Dios descendiendo desde el espacio y enfocando un punto de la Tierra como lo hace el ojo de Google Hearth:
Cada pluma de gorrión es una maravilla mecánica, con sus miles de ganchillos velcro, su exquisita orientación espacial, su ligerísima estructura y sus delicados colores, pero el ojo de Dios no se detiene y retorna al espacio para volver de nuevo aceleradamente y enfocar esta vez el gorrión que estaba al lado del primero; o una gallina; un renacuajo; un trozo de lechuga; una lombriz; la flor múltiple del perejil; una gota de esperma...
Y estas son sólo las cosas materiales; las que el ojo material de Dios -o de Google Hearth- puede ver; luego están las cosas espirituales: El dolor que nos causamos unos a otros; el que nos causaron y que nos define como personas; la alegría; los pensamientos elevados; los recuerdos; el miedo de vivir; la angustia; el placer del éxtasis; el amor a todo; el calor de las caricias; la seguridad de un regazo amoroso; el bienestar de mamar; el placer de amamantar; la alegría de comprender; el mezquino gozo de causar daño...

Me pregunto quién atropelló al zorrillo; y porqué; y cómo; y si lo pudo evitar o no; o si quizá no quiso.
Hay muchos cazadores por aquí. Y los cazadores gozan matando. La esencia de la caza es que se extrae un cierto placer al causar la muerte a otro ser vivo. Lo mismo que los que nos han torturado disfrutaban torturándonos. (¿No? ¿A ti no te ha torturado nadie? ¡Qué raro eres!)

Imagino al pequeño Hitler en el colegio, bajito y miserable, moreno como un hispano, palpándose la bragueta para notar su único cojón en el escroto, padeciendo por su horrible bigotillo negro del que nunca consiguiera desprenderse, sufriendo las constantes torturas de algún inconsciente hijo de puta que -miseria de las debilidades humanas- nunca se descubrió públicamente. El pequeño y menospreciado Adolfito que espiaba a sus compañeros más hermosos y soñaba con poder ser alto, rubio, fuerte, con tener anchas espaldas y el pecho ancho; el enamorado Hitler de la raza Aria que, en los concursos de pajas en el bater del colegio o en los dormitorios de los campamentos de verano elegía el rincón más apartado desde donde, agradeciendo al destino el ser feo y poco apetecible, acariciaba torpemente su pequeña pilila ocultándola con sus manos de la vista de los demás y miraba con deseo y con envidia los miembros viriles de sus compañeros, más grandes, más blancos, más rubios, más turgentes, más sensuales, más apetecibles y deseables que el suyo propio.
¡Qué bien le hubiera venido al mundo que el torturador de Hitler se descubriera, quizá inocentemente, y dijera por ejemplo que él ya había castigado a Adolfito antes incluso de que hiciera todo el daño que hizo!

Cada situación es irrepetible, nueva, distinta, absolutamente única. Cada encuentro entre unos seres vivos, cada momento de esos encuentros es diferente a los otros. Sin embargo no parecemos capaces de vivir plenamente cada nuevo momento. Nos lo dicen los estudios punteros de psicología: no estamos hechos para conocer sino para reconocer. Así es como vivimos vidas grises, constantes, repetidas. La cajera del supermercado no aprecia la riqueza única de cada momento que vive y sólo sueña con acabar el trabajo y volver a casa para darse un baño de espuma relajante y empezar a vivir su vida de verdad. Su vida privada. Porque lo otro... eso no es vida. Lo dice la sabiduría popular.

Hitler castigó una y mil veces, y mil veces mil veces, y más, mucho más, por lo menos diez veces más al pequeño hijo de puta sádico que lo maltrató porque era pequeño y moreno, y porque tenía un no-sé-qué de femenino y amanerado. Un castigo diez millones de veces repetido, en diez millones de personas desconocidas, totalmente inocentes del mal que aquel jodido bribonzuelo le había causado. Yo no he conocido a ningún superviviente de campos de concentración nazis y si hubiera sobrevivido al gaseamiento inicial, no hubiera durado más allá de las dos o tres primeras semanas, pero me importa más la muerte del zorrillo que la de cada uno de aquellos desgraciados prisioneros.

Nos han enseñado muchas cosas, y la mayoría de ellas son estúpidas. Un prisionero repetido millones de veces no es nadie, se vuelve anónimo. Un zorrillo vislumbrado un momento al azar de un viaje nocturno por carretera es único, y más importante que muchas personas.

El conductor pasa de noche en dirección a Cuenca. De repente un bulto se abalanza contra su coche. No tiene tiempo de frenar ni de hacer nada. El coche golpea el animal fracturándole el cráneo.
Milagro de los golpes bruscos y secos, aunque todo el lado derecho del cráneo está astillado, las astillas han quedado en su sitio y la cabeza sigue teniendo la preciosa forma de la cabeza de un zorro. Agachado junto al animal, que he llevado alzándolo del rabo cien metros más allá hasta un lugar donde lo puedo examinar sin riesgo de ser a mi vez atropellado compruebo que el animal ha sufrido uno, a lo sumo dos atropellos: La cola está intacta. Las patas están intactas. Los órganos internos: hígado, corazón, riñones, han quedado completamente expuestos porque la piel se ha desprendido casi por completo desde las ancas hasta media caja torácica, pero están intactos. Visiblemente falta un gran trozo de piel porque la que queda no es suficiente para darle la vuelta al cuerpo y cerrar la herida (qué broma hablar de herida en este caso; ha sido un despellejamiento brutal). Faltan también los intestinos y supongo que un depredador nocturno debe de haberse apropiado de ellos en su propio provecho.

Debía ser cerca de la medianoche. El cazador circulaba en dirección a Cuenca. Medio minuto antes había pasado por la divisoria de provincias. Quizá venía siguiéndonos de lejos y me había visto frenar cuando el zorrillo se metió en la carretera.
.-¡Ojalá no le pase nada!- había dicho yo mientras lo veíamos volver, desorientado, hacia el campo de patatas del que había salido.
Los coches avanzan en la noche sosegada como perturbaciones luminosas que se deslizaran, entre los campos de cebada, alterando la vida fronteriza de la carretera. El zorrillo vuelve a entrar en la carretera. El coche lo golpea. El zorro sale despedido hacia delante mientras el coche frena y cae justo ante las ruedas. Al soltar el conductor el pedal del freno el coche levita levemente. Las ruedas le pasan por encima con poco peso: le arrancan la piel; le desprenden los intestinos.
El zorro quedó tendido en la carretera, muerto instantáneamente. Otros cincuenta o sesenta vehículos pasaron esa noche por ahí. Ninguno más lo atropelló; todos evitaron el bulto muerto en la carretera: no es lo mismo matar que ensuciarse el coche.
Al día siguiente el rostro del zorrillo todavía conservaba la mueca con la que la muerte lo sorprendió: un gesto infantil, gracioso, de quien se enfrenta por primera vez a la muerte y tiene miedo, pero no sabe la gravedad del encuentro.
El primer gesto de miedo de quien ha vivido sintiéndose siempre protegido es un gesto encantador: el miedo no parece auténtico miedo sino un simulacro de miedo; una constatación de la propia indefensión y un abandonarse en los brazos más fuertes del destino.





«El creador del cielo y los infiernos se excedió a sí mismo cuando inventó el dolor. Perfumadas cabelleras, labios color rubí ¡qué número alcanzasteis sobre la tierra!» (Omar Jayyam)

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