miércoles, 20 de julio de 2011

cuestiones de ética comparada

No es exactamente  mi mejor amiga pero nos hemos peleado cuatro veces, tres de ellas a navaja,
y eso une ¿no? Bueno, pues me encuentro en el norte de España, y como por primera vez en seis años voy a pasar cerca de la cárcel donde se encuentra mi amigo el Moño, he intentado localizarlo y arreglar una visita:
Un amable gasolinero me ha prestado las páginas blancas y mientras me tomo un capuchino con mucho azúcar (llevo toda la noche sin dormir) busco en la localidad de que se trata el teléfono de la cárcel.
No está.
Recuerdo que cuando España era Una, Grande y Libre, si el teléfono que buscabas no estaba en la guía, en información telefónica te lo facilitaban gratis, mientras que si estaba te cobraban la llamada bastante cara, a un precio muy superior al de una llamada normal. Estoy seguro que podría pedirselo a la guardia civil, que por la peculiaridad de su trabajo deben, seguramente, sabérselo de memoria, pero un prurito cívico me impulsa a no molestar a estas personas tan ocupadas, guardianas de la paz, con problemas particulares ajenos a las obligaciones de su mérito. Llamo pues al teléfono de información telefónica facilitado por las mismas páginas blancas, órgano oficial de comunicación con el cliente de Telefónica España:
11811 es, me digo, el mismo número que anuncian en televisión y en vallas publicitarias con un ingenioso truco mnemotécnico en el que un señor de aspecto peculiar con pelo a lo afro ocupa el lugar del 8.
Una voz grabada me informa muy de corrido que la llamada cuesta por la mera conexión 0'60 céntimos y 1'6 céntimos por segundo transcurrido. Esto para los teléfonos Movistar, la compañía móvil de Telef%nica, mientras que si la llamada es de otras compañías hay que consultar precio. No sé dónde consultar precio, y lo que quiero es obtener el número ya, así que hago de tripas corazón y espero que no me sableen demasiado. El protocolo escrito de la operadora incluye, a más de otras dilaciones, el tentarme con un sorteo de nosequé, pero consciente de que los segundos corren y no sé a cuánto me los cobran, contesto un rápido 'no me interesa' en cuanto pronuncia la palabra sorteo.
Ya tengo el número.
El chivato de Yoigo me envia un mensaje diciéndome que la llamada me ha costado 1'95€
¡Joder!
Miro la duración de la llamada: 21 segundos
¡REJODER!
Menos mal, me digo, que no he querido tentar a la suerte con el concurso...: contestar a la pregunta, dar mis datos... eso hubiera tomado como poco un minuto, y seguramente dos minutos o más. Es decir, en dos minutos, el sueldo de una hora de la telefonista, impuestos y seguridad social incluídos; tanto la parte del trabajador como la del patrono. Al lado de este robo organizado, los trajes de Camps no son ni siquiera una minucia y toda la trama Gurtel quizá sí alcance el grado de minucia, pero lo que es seguro es que funciona como cortina de humo. Nuestros gobernantes no son aquellos a quienes votamos para que nos gobiernen sino estos otros, desprovistos de ética, que gobiernan cada gesto cotidiano de nuestras vidas. Al lado de esto la gente es buena. Somos buena gente, y nos preocupamos por  problemas éticos menores a falta de alcanzar los problemas éticos mayores que de verdad conforman nuestras vidas. ¡Qué claro lo tienen las grandes compañías impersonales que nos gobiernan! Recuerdo, cuando las llamadas telefónicas se hacían con una moneda de cinco duros, que la llamada normal costaba 21 pesetas. Como las cabinas habían desterrado hacía mucho tiempo el uso de moneda fraccionaria inferior a un duro los usuarios veíamos con rabia que aunque el display indicaba el precio oficial según la ley las cabinas se tragaban tan ricamente las cuatro pesetas que sobraban a nuestro favor. En aquellos tiempos la compañía telefónica sacó a la venta tarjetas con chip que podían comprarse en los estancos al precio de 1000 pts. ¡Estupendo! -pensamos muchos- ahora el problema físico de la moneda fraccionaria que va quedando obsoleta a causa de la irracional carrera inflacionaria hacia ninguna parte de la sociedad dejará de existir, y Telef&nica, que cuenta el precio de la llamada en pesetas y fracciones tal y como lo marca la ley, no tendrá excusa para quedarse con las cuatro pesetas que de cada llamada se quedaba por el morro y sin pagar impuestos.

Metí mi tarjeta recientemente adquirida, hice mi llamada, hablé el tiempo necesario y vi, satisfecho, que el display marcaba el precio de la llamada: 21'07 pts.
Colgué.
Y mientras acercaba la mano a mi tarjeta para retirarla vi con estupor que el display actualizaba el saldo de mi tarjeta: "saldo restante: 975 pts"
Así siguió pasando con el resto de mi tarjeta hasta que se acabó el saldo. Telefónica me fue cobrando las llamadas de aquella tarjeta que había comprado en el estanco no a su precio oficial, sino al precio emocional que estimaban que les era debido. Como si la instauración de métodos de cobro digitales propiciada sin duda por El Estado no fuera más que una estrategia para robarles a ellos.
PÉRDIDA DE LA INOCENCIA.
A cada llamada que hacía yo pensaba en el cabreo que cada uno de los demás usuarios debía sentir al efectuar sus llamadas y me parecía (me parece todavía) que aquella inyección de malestar en el corpus social era una cosa muy fea y muy poco ética. Ya hace de esto más de 20 años. La chica con quien tengo el placer de compartir caricias y ternura estos últimos tiempos aún no había nacido. Ella y muchos de los que me leéis habéis amanecido en un mundo en que la falta absoluta de ética se ha institucionalizado en la grandes corporaciones.
Paralelamente los españolitos de a pie y los habitantes del primer mundo tienen conciencia ecológica, conciencia de las desigualdades sociales, deseos de cambiar el mundo, ilusiones. Muchos, un porcentaje importante, son idealistas. Sin embargo la conciencia idealista topa con las obligaciones laborales. Lo noté en el tono de voz de la telefonista que me atendió: colaboramos, ella y yo, en hacer que la llamada fuera lo más rápida posible y lo menos gravosa posible para mí. Pero también tenía que seguir el protocolo; el guión escrito que cambia cada día con las nuevas consignas: hoy hay que ofrecer el concurso de un coche; mañana cualquier otra cosa. Hay que mantener al demandante pegado al teléfono, gastando dinero por segundos... Pronto, creo yo, el ordenador central de clientes potenciales de movistar hará la ronda por las llamadas efectuadas al número trampa de información telefónica y me llamará algún subempleado de la compañía, preferiblemente una panchita sumisa, para ofrecerme cualquier contrato ruinoso para mí que me enganche a ellos de por vida.

Pero hablábamos de conflictos éticos, y de mi amiga la de las peleas a navaja...
Al final los más humanos parece que son los que viven más cerca de la vida y la muerte, de la miseria humana y de las grandes tragedias. Encontramos más humanidad entre asesinos, delincuentes, drogadictos, funcionarios de prisiones, camellos, guardias civiles, policías, celadores de hospital, médicos de urgencias y limpiadoras de quirófano que casi en ningún otro sitio.

El funcionario de la cárcel me dice que no me puede dar por teléfono los datos que le pido ¿Mi amigo El Moño está, sí o no, en el centro penitenciario?
Voy de camino hacia allá -le explico- Hace seis años que no lo veo pero es mi amigo. Y una buena persona. Ya sé que tiene que pedir él la cita desde dentro, y que quizá no pueda verle hasta dentro de varios días, pero estoy dispuesto a esperarme por ahí el tiempo que haga falta. Llamo ahora para facilitar las gestiones previas. Si sabe que voy a verle podrá pedir la entrevista ya, y quizá ganemos un par de días.
.- ¿Cómo dice que se llama? -le doy el nombre.
.- Un momento que consulto... No, no se encuentra ya con nosotros, está en libertad...

¡Qué alegría! Llamo a mi amiga La Tilacina:
.- Oye, ¿como estás? ¿todavía no has matado a tu madre? Me alegro de que sigas viva -mi amiga vive enquistada en casa de su madre que a su vez le hace la vida imposible de mil maneras distintas. La relación es enfermiza pero mi amiga no le echa los ovarios a marcharse de casa. (Es más difícil para una mujer, claro, y sin trabajo...)
.- Me alegro de que tú también sigas vivo, ¿como estás?
.- El Moño está libre, ya lo han soltado, estoy en la provincia donde estaba en la cárcel, he intentado ir a visitarlo y me han dicho que ya está libre... como me he acordado de que quisiste matarlo...
(En realidad no sé exactamente si quiso matarlo, pero cuando se lanzó a por él navaja en mano yo me interpuse y lo defendí, y esa fue una de las tres peleas a navaja que tuvimos -la navaja siempre en manos de ella, claro-)
Hay que decir que la cosa empezó por culpa del Moño, un machista español a la antigua usanza que sólo entendía a las mujeres como sometidas al varón, y sólo entendía la amistad entre mujeres y hombres si incluía derecho de pernada. El que La Tilacina pasara por el solar frecuentemente -en aquella época lo llevaba muy fatalísimo con su madre-; fuera amistosa con nosotros y no quisiera nada de sexo ni conmigo ni con él soliviantaba las cojonudas hormonas carpetovetónicas de mi amigo El Moño. Como sus avances eran burdos y evidentes La Tilacina lo tenía bien calao, y empezó a especular sobre las necesidades y costumbres sexuales del bendito Moño. Como les suele ocurrir a las personas de carácter ardiente con las especulaciones no contrastadas ella misma fue encontrando razones que apoyaban sus tesis y las nuevas razones fueron a su vez axiomas ciertos o casi infalibles sobre los que apoyaba nuevas razones que la satisfacían. Al final acabó por concluir que si su mujer lo había echado de casa quedándose además con el restaurante y todo el dinero y bienes que tenían en común -aprovechó según contaba El Moño un periodo de dos meses que este tuvo que pasar en el hospital- no podía ser más que porque él había estado propasándose sexualmente con sus dos hijas desde que eran pequeñas. Desde el momento en que La Tilacina llegó a esta conclusión hasta que desenvainó navaja y se fue hacia él con justiciera intención apenas habían pasado diez segundos, los suficientes para que a través de la niebla del alcohol, los porros y su maltrecha dignidad femenina se formara en su mente la conciencia de la enormidad del crimen cometido por El Moño y la heroica oportunidad que a ella se le daba de repararlo. El Moño trastabilló patrás con el muro de la casa que había construído -no la que se ve en los vídeos, que esa la construí yo cuando aquella se quemó, sino una más pequeña aunque harto suficiente para nosotros dos- y cuando La Tilacina se tiró pa él pa rematarlo yo me interpuse y lo salvé, a riesgo no sé si de mi vida pero sí desde luego de llevarme un mal pinchazo. La pelea que siguió fue épica y risible, pero a qué recordarla... No os la voy a contar, y si tenéis curiosidad preguntadle a Dios cuando os muráis, que Él guarda registro de todo lo que sucede en este mundo pero yo sólo quisiera guardar registro de las cosas que lo mejoran, si es que esto puede ser.

El caso es que La Tilacina me ha llamado cabrón, me ha dicho que por quién la he tomado con eso de que si ya ha matado a su madre o si quiere matar al Moño, me ha mandado a la mierda y me ha colgado.
Yo me he quedado bien compungido por lo que ha pasado. Es verdad que hablarle dos veces de intenciones asesinas ha sido poco oportuno. Sobre todo teniendo en cuenta que La Tilacina ya no es hoy la que era antes, y que se lo curró bien en serio durante un año de esclavitud voluntaria para desintoxicarse del alcohol; gatillo de su violencia y causa visible de su confusión mental y sus problemas.
Una vez más la cagaste, Chucho, y has hecho daño a alguien sin quererlo. Es más, con alegre intención festiva.
Repaso los acontecimientos de la llamada a La Tilacina y más bien parece que le ofrezco a un asesino en potencia la oportunidad de matar a otro delincuente ahora que su puesta en libertad lo ha hecho accesible en vez lo que realmente ha sido: La alegría de su liberación había traído a mi mente una emoción de amor solidario y junto a ello el recuerdo de muchas de las mayores emociones que vivimos juntos. De aquellos que compartieron vida con nosotros en el solar, aquel a quien más quiero es La Tilacina, y esperaba más una risotada de felicidad por su parte (tan absurdos somos, en defrinitiva, ante la vida y la muerte) que este gesto de dignidad ofendida que ha enarbolado.

jueves, 7 de julio de 2011

La vida y la muerte

Ha muerto el zorrito que vimos anoche en la carretera. Me lo he encontrado esta mañana volviendo de Cuenca, atropellado en el mismo lugar en que lo vimos, a quinientos metros de la frontera entre las dos provincias.
Se me ha escapado un enorme ¡Mierda! y en cuanto he podido he parado para ir a verlo.
Era un zorrillo joven, ya con los dientes de adulto, pero sin que le hubieran crecido aún completamente, por lo que le calculo una edad de entre 3 y 5 meses, aunque no tengo tomadas las medidas a otros animales que no sean perros, gatos o humanos.
Ahora que está muerto, extrañamente, lo que pudimos decir o pensar sobre él las últimas personas que lo vimos vivo adquiere la gravedad de lo irrepetible, de lo que sólo pasa una vez en la vida.
Mientras escribo veo por la ventana del salón a dos gorrioncillos en el suelo del corral tocándose con los picos; compartiendo quizá los últimos sabores descubiertos en estos primeros días del verano. Alrededor de ellos otros gorrioncillos vienen y van afanosamente, recuperando del suelo miguitas de alimentos que las gallinas desdeñaron a la hora del rancho cuando ruidosamente se pelean por el pan, la fruta, el maiz o los restos de comida humana que les echamos y que tan generosamente transforman en huevos, abono, carne para estofado, plumas y alegría de vivir.

Todo es irrepetible. Cada segundo de esta vida increíble resulta irrepetible. Imagino el ojo de Dios descendiendo desde el espacio y enfocando un punto de la Tierra como lo hace el ojo de Google Hearth:
Cada pluma de gorrión es una maravilla mecánica, con sus miles de ganchillos velcro, su exquisita orientación espacial, su ligerísima estructura y sus delicados colores, pero el ojo de Dios no se detiene y retorna al espacio para volver de nuevo aceleradamente y enfocar esta vez el gorrión que estaba al lado del primero; o una gallina; un renacuajo; un trozo de lechuga; una lombriz; la flor múltiple del perejil; una gota de esperma...
Y estas son sólo las cosas materiales; las que el ojo material de Dios -o de Google Hearth- puede ver; luego están las cosas espirituales: El dolor que nos causamos unos a otros; el que nos causaron y que nos define como personas; la alegría; los pensamientos elevados; los recuerdos; el miedo de vivir; la angustia; el placer del éxtasis; el amor a todo; el calor de las caricias; la seguridad de un regazo amoroso; el bienestar de mamar; el placer de amamantar; la alegría de comprender; el mezquino gozo de causar daño...

Me pregunto quién atropelló al zorrillo; y porqué; y cómo; y si lo pudo evitar o no; o si quizá no quiso.
Hay muchos cazadores por aquí. Y los cazadores gozan matando. La esencia de la caza es que se extrae un cierto placer al causar la muerte a otro ser vivo. Lo mismo que los que nos han torturado disfrutaban torturándonos. (¿No? ¿A ti no te ha torturado nadie? ¡Qué raro eres!)

Imagino al pequeño Hitler en el colegio, bajito y miserable, moreno como un hispano, palpándose la bragueta para notar su único cojón en el escroto, padeciendo por su horrible bigotillo negro del que nunca consiguiera desprenderse, sufriendo las constantes torturas de algún inconsciente hijo de puta que -miseria de las debilidades humanas- nunca se descubrió públicamente. El pequeño y menospreciado Adolfito que espiaba a sus compañeros más hermosos y soñaba con poder ser alto, rubio, fuerte, con tener anchas espaldas y el pecho ancho; el enamorado Hitler de la raza Aria que, en los concursos de pajas en el bater del colegio o en los dormitorios de los campamentos de verano elegía el rincón más apartado desde donde, agradeciendo al destino el ser feo y poco apetecible, acariciaba torpemente su pequeña pilila ocultándola con sus manos de la vista de los demás y miraba con deseo y con envidia los miembros viriles de sus compañeros, más grandes, más blancos, más rubios, más turgentes, más sensuales, más apetecibles y deseables que el suyo propio.
¡Qué bien le hubiera venido al mundo que el torturador de Hitler se descubriera, quizá inocentemente, y dijera por ejemplo que él ya había castigado a Adolfito antes incluso de que hiciera todo el daño que hizo!

Cada situación es irrepetible, nueva, distinta, absolutamente única. Cada encuentro entre unos seres vivos, cada momento de esos encuentros es diferente a los otros. Sin embargo no parecemos capaces de vivir plenamente cada nuevo momento. Nos lo dicen los estudios punteros de psicología: no estamos hechos para conocer sino para reconocer. Así es como vivimos vidas grises, constantes, repetidas. La cajera del supermercado no aprecia la riqueza única de cada momento que vive y sólo sueña con acabar el trabajo y volver a casa para darse un baño de espuma relajante y empezar a vivir su vida de verdad. Su vida privada. Porque lo otro... eso no es vida. Lo dice la sabiduría popular.

Hitler castigó una y mil veces, y mil veces mil veces, y más, mucho más, por lo menos diez veces más al pequeño hijo de puta sádico que lo maltrató porque era pequeño y moreno, y porque tenía un no-sé-qué de femenino y amanerado. Un castigo diez millones de veces repetido, en diez millones de personas desconocidas, totalmente inocentes del mal que aquel jodido bribonzuelo le había causado. Yo no he conocido a ningún superviviente de campos de concentración nazis y si hubiera sobrevivido al gaseamiento inicial, no hubiera durado más allá de las dos o tres primeras semanas, pero me importa más la muerte del zorrillo que la de cada uno de aquellos desgraciados prisioneros.

Nos han enseñado muchas cosas, y la mayoría de ellas son estúpidas. Un prisionero repetido millones de veces no es nadie, se vuelve anónimo. Un zorrillo vislumbrado un momento al azar de un viaje nocturno por carretera es único, y más importante que muchas personas.

El conductor pasa de noche en dirección a Cuenca. De repente un bulto se abalanza contra su coche. No tiene tiempo de frenar ni de hacer nada. El coche golpea el animal fracturándole el cráneo.
Milagro de los golpes bruscos y secos, aunque todo el lado derecho del cráneo está astillado, las astillas han quedado en su sitio y la cabeza sigue teniendo la preciosa forma de la cabeza de un zorro. Agachado junto al animal, que he llevado alzándolo del rabo cien metros más allá hasta un lugar donde lo puedo examinar sin riesgo de ser a mi vez atropellado compruebo que el animal ha sufrido uno, a lo sumo dos atropellos: La cola está intacta. Las patas están intactas. Los órganos internos: hígado, corazón, riñones, han quedado completamente expuestos porque la piel se ha desprendido casi por completo desde las ancas hasta media caja torácica, pero están intactos. Visiblemente falta un gran trozo de piel porque la que queda no es suficiente para darle la vuelta al cuerpo y cerrar la herida (qué broma hablar de herida en este caso; ha sido un despellejamiento brutal). Faltan también los intestinos y supongo que un depredador nocturno debe de haberse apropiado de ellos en su propio provecho.

Debía ser cerca de la medianoche. El cazador circulaba en dirección a Cuenca. Medio minuto antes había pasado por la divisoria de provincias. Quizá venía siguiéndonos de lejos y me había visto frenar cuando el zorrillo se metió en la carretera.
.-¡Ojalá no le pase nada!- había dicho yo mientras lo veíamos volver, desorientado, hacia el campo de patatas del que había salido.
Los coches avanzan en la noche sosegada como perturbaciones luminosas que se deslizaran, entre los campos de cebada, alterando la vida fronteriza de la carretera. El zorrillo vuelve a entrar en la carretera. El coche lo golpea. El zorro sale despedido hacia delante mientras el coche frena y cae justo ante las ruedas. Al soltar el conductor el pedal del freno el coche levita levemente. Las ruedas le pasan por encima con poco peso: le arrancan la piel; le desprenden los intestinos.
El zorro quedó tendido en la carretera, muerto instantáneamente. Otros cincuenta o sesenta vehículos pasaron esa noche por ahí. Ninguno más lo atropelló; todos evitaron el bulto muerto en la carretera: no es lo mismo matar que ensuciarse el coche.
Al día siguiente el rostro del zorrillo todavía conservaba la mueca con la que la muerte lo sorprendió: un gesto infantil, gracioso, de quien se enfrenta por primera vez a la muerte y tiene miedo, pero no sabe la gravedad del encuentro.
El primer gesto de miedo de quien ha vivido sintiéndose siempre protegido es un gesto encantador: el miedo no parece auténtico miedo sino un simulacro de miedo; una constatación de la propia indefensión y un abandonarse en los brazos más fuertes del destino.





«El creador del cielo y los infiernos se excedió a sí mismo cuando inventó el dolor. Perfumadas cabelleras, labios color rubí ¡qué número alcanzasteis sobre la tierra!» (Omar Jayyam)

Jesucristo y su blog

Jesucristo tenía un blog
que sólo leían doce personas

.-Más vale pocos e inteligentes
que muchos y deficientes
-decía Jesucristo-
Y nunca se enfadaba
de tener tan pocos lectores
porque los consideraba sus amigos
Sin embargo uno de ellos
-estaba escrito, estaba escrito-
le tenía que traicionar
¿cómo puedes creer que tienes 12 amigos
cuando nadie tiene más que dos o tres?

Todo el mundo conoce a alguien
que conoce a alguien, que conoce a alguien
que conoce a alguien, que conoce a alguien
que conoce a cualquier persona de este mundo
Dijo Jesucristo

nadie conoce a nadie dijo Judas
y yo no sé quién eres. Y quizá ni siquiera sé quien soy

Esa es la clave dijo Jesucristo:
Yo quiero tener un millón de amigos
y tú sólo dos o tres
Yo quiero conocerlo todo
y tú esconder la cabeza bajo el ala

¿A qué saben las monedas que te metiste por el ano
cuando no les da el brillo del sol?

El sol no brilla casi nunca en este mundo -dijo Judas.
Tú eres la nube que lo cubre.

Las nubes no son nunca personas -dijo Cristo.
Sólo accidentes de la naturaleza.
Si no ves el sol no es culpa mía
sino de esa brizna de paja que sostienen tus pestañas.

Tú me maltrataste dijo Judas.
¿Porqué dijiste que te iba a traicionar?
¿No sabes que soy sensible?

Jesucristo recuerda a Judas clamar desesperado mientras crispaba sus manos:

.- Me traicionarás señor! sé que lo harás!
¡Me tienes en tan poco!

El centurión romano, pagado por Judas Iscariote,
clava una lanza en el costado de Jesucristo.

AAAYYY! grita Cristo ¡joder qué daño!

Lo ves -dice Judas- Siempre me haces daño.

Jesucristo se baja de la cruz y se va a llorar en brazos de María Magdalena.

El amor entre iguales no es posible -dice Judas.
No si uno de ellos no quiere.